lunes, 31 de octubre de 2016

Las bases del capitalismo: sociedad anónima, salariado, plusvalía e interés


Por Jorge Garrido San Román

  El capitalismo es el modelo económico final del pensamiento moderno que se formó a raíz del liberalismo económico, y dicho modelo se sustenta básicamente en la propiedad capitalista —gracias fundamentalmente a la sociedad anónima—, el trabajo mediante el sistema del salariado, la asignación de la plusvalía al capital y el incentivo del interés.

1.— Sociedad anónima (S.A.)

  El progresivo triunfo del maquinismo supuso la aparición de nuevas formas de propiedad. Las especiales características de la sociedad anónima la convirtieron en el medio ideal para la creación de las grandes empresas; con ella, el hombre ya no es propietario; ahora la propiedad es una abstracción representada por trozos de papel —acciones—, algo impersonal, sin rostros ni sentimientos.

  Sin embargo, el desarrollo de la sociedad anónima ha servido también para establecer de forma cada vez más clara la separación entre los socios capitalistas —propietarios de las acciones— y los empresarios —directivos, hombres de empresa contratados para gestionar y dirigir la labor empresarial—. Este es uno de los fenómenos más significativos del capitalismo moderno y confirma nuestras ideas acerca de la armonización de empresarios, técnicos y obreros, siendo todos ellos trabajadores en un mismo plano frente a los parásitos capitalistas —lo que no significa que no sea imprescindible el capital, sino sólo que éste debe ser suministrado de forma alternativa para poder cumplir su función social—.

2.— Salariado

  El sistema de salariado es, junto al interés y el modelo de empresa, la base del sistema capitalista, si bien se trata del último elemento que cronológicamente se generalizó —recordemos que no es hasta 1807 cuando es abolida la esclavitud en el Reino Unido, momento a partir del cual sólo es posible producir con mano de obra asalariada—.

  El salario es el precio del trabajo. El trabajo se compra y se vende a un precio determinado. No es el fruto del trabajo lo que se vende, sino el trabajo en sí mismo, ya que se considera que el fruto del trabajo nunca forma parte del patrimonio del trabajador al haber comprado el capitalista su trabajo a priori. La cruel expresión mercado de trabajo no hace sino reflejar la imperante idea del trabajador como un elemento más de la producción, como un factor productivo que se compra y se vende.

  El sistema de salariado es inmoral, pues el trabajador se vende a sí mismo, lo que atenta gravemente contra la dignidad humana; disolvente, ya que establece una relación bilateral de trabajo que divide a la sociedad en dos grupos: el de los que venden su trabajo y el de los que lo compran; y antieconómico, porque el asalariado se siente completamente desligado de la función que realiza, del fruto de su trabajo —lo que los marxistas llaman alienación—.


3.— Plusvalía

  La plusvalía es la diferencia de valor entre el producto manufacturado y lo que costó su fabricación —materias primas, energía, salarios, etc.—. Es, en definitiva, el valor añadido que crea el trabajador, y en el actual sistema dicha plusvalía queda en manos del capitalista.

  Para los nacionalsindicalistas la plusvalía es fruto de la producción, y por lo tanto no es creación del capital, sino del trabajo. El capital por sí mismo no genera plusvalías. Necesita la intervención del trabajador para tener un valor añadido y por éso es él su legítimo propietario.

  Sin embargo, no sería correcto afirmar que el nacionalsindicalismo pretenda que esa plusvalía se abone directamente al trabajador. José Antonio precisó muy acertadamente que «la plusvalía de la producción debe atribuirse no al capital, sino al Sindicato Nacional productor». Así, la plusvalía será administrada en beneficio directo de los trabajadores a través de su Sindicato, pudiendo ser empleado para labores de capitalización, financiación, obras sociales, etc. Nunca suponiendo su reparto directo.

4.— Interés

  El hombre, olvidando el origen y la finalidad del dinero, pronto encontró en él otra manera de vivir sin trabajar: prestar al que no tiene. Así nació la dictadura del dinero, es decir, el capitalismo financiero, anónimo y explotador. Claro que en realidad nadie vive sin trabajar, ya que quien vive de tal manera, lo que en realidad hace es vivir del trabajo de los demás. 

  De poco sirvió la ofensiva que desde la Antigüedad se emprendió contra lo que se denominó usura. Aristóteles, Platón, Cicerón, Catón, Plutarco o Séneca fueron algunos de los ilustres pensadores clásicos que la condenaron sin paliativos, lo mismo que todas las grandes religiones.

  Es el protestantismo, que ya hemos señalado como germen del pensamiento moderno, quien rehabilita el interés, y muy en concreto Calvino, quien en su importante obra Institución de la religión cristiana (1536) consideraba que la moralidad de la exigencia de intereses dependía de las circunstancias de cada caso concreto y de cada época. Con ella abrió una puerta que ya no ha podido ser cerrada, y ello hasta el punto de que el interés es la base de los sistemas monetarios capitalistas.


  Ciertamente, el interés es el fundamento del actual sistema monetario, pero al mismo tiempo también es su mayor problema, ya que obliga a un crecimiento monetario —y con ello también del sistema productivo— de tipo exponencial. En efecto, el interés compuesto hace que el dinero se duplique a intervalos regulares: a un 1%, se duplica en 72 años; a un 3%, en 24 años; a un 6%, en 12 años; a un 12%, en 6 años, etc. Y ello hace matemáticamente imposible el pago continuado de intereses.

  ¿Cómo se soluciona esta evidente contradicción? Recurriendo a la injusticia social, a la expoliación de los países subdesarrollados; la sobreexplotación de la naturaleza; las crisis más o menos periódicas que sirven para reconducir una situación insostenible; las guerras, que suponen negocios por un lado y, por otro, destrucción para volver a empezar —no olvidemos que las grandes guerras mundiales han obedecido a la necesidad de salir de las crisis capitalistas, lo cual debe servir de advertencia respecto de la próxima guerra mundial que se puede estar gestando y que explicaría la extraña política que se está llevando en Oriente Medio [...]—, etc.

  Para acabar con todos estos problemas es necesario, pues instaurar un nuevo sistema monetario libre de la servidumbre del interés pero que tenga otro mecanismo eficaz para garantizar la circulación monetaria y, al mismo tiempo, facilitar el intercambio de bienes y servicios, el ahorro y el préstamo —estableciendo una tasa de uso o circulación, por ejemplo—.


Extraído por SDUI del prólogo a: “Central Obrera Nacional-Sindicalista: textos de y sobre los primeros sindicatos falangistas (1934—1937)”

miércoles, 12 de octubre de 2016

La nación exploradora


Por Charles Fletcher Lummis


  Es ya un hecho reconocido por la historia que los piratas escandinavos habían descubierto y hecho algunas expediciones a la América del Norte mucho antes de que pusiera su planta en ella Cristóbal Colón. El historiador que hoy considere aquel descubrimiento de los escandinavos como un mito, o como algo incierto, demuestra no haber leído nunca las Sagas. Vinieron aquellos hombres del Norte, y hasta acamparon en el Nuevo Mundo antes del año mil; pero no hicieron más que acampar; no construyeron pueblos, y realmente nada añadieron a los conocimientos del mundo; nada hicieron para merecer el título de exploradores.

 El honor de dar América al mundo pertenece a España; no solamente el honor del Descubrimiento, sino el de una exploración que duró varios siglos y que ninguna otra nación ha igualado en región alguna. Es una historia que fascina, y, sin embargo, nuestros historiadores no le han hecho hasta ahora sino escasa justicia. La historia fundada sobre principios verdaderos era una ciencia desconocida hasta hace cosa de un siglo; y la opinión pública fue ofuscada durante mucho tiempo por los estrechos juicios y falsas deducciones de historiadores que sólo estudian en los libros. Algunos de estos hombres han sido no tan sólo escritores íntegros, sino también auténticos; pero sus misma popularidad ha servido para difundir más sus errores. Su época ha pasado, y principia a brillar una nueva luz. Ningún hombre prestigioso se atrevería ya a citar a Prescott o a Irving o a ningún otro de sus secuaces, como autoridades de la historia; hoy sólo se les considera como brillantes noveladores y nada más.

  Es menester que alguien haga tan populares las verdades de la historia de América como lo han sido las fábulas. […]. Este libro no es una historia; es sencillamente un hito que marca el verdadero punto de vista, la idea amplia, y tomándolo como punto de partida, los que tengan interés en ello podrán con más seguridad llevar adelante la investigación de los detalles, mientras que aquellos que no puedan proseguir sus estudios, poseerán siquiera un conocimiento general del capítulo más romántico y más repleto de valientes proezas que contiene la historia de América.

  No se nos ha enseñado a apreciar los asombroso que ha sido que una nación merecieres una parte tan grande del honor de descubrir América; y sin embargo, cuando lo estudiamos a fondo, es en extremo sorprendente. Había un Viejo Mundo grande y civilizado: de repente se halló un Nuevo Mundo, el más importante y pasmoso descubrimiento que registran los anales de la Humanidad. Era lógico suponer que la magnitud de ese acontecimiento conmovería por igual la inteligencia de todas las naciones civilizadas, y que todas ellas se lanzarían con el mismo empeño a sacar provecho de lo mucho que entrañaba ese descubrimiento en beneficio del género humano. Pero en realidad no fue así. Hablando en general, el espíritu de empresa de toda Europa se concentró en una nación, que no era por cierto la más rica o la más fuerte.

  A una nación le cupo en realidad la gloria de descubrir y explorar la América, de cambiar las nociones geográficas del mundo y de acaparar los conocimientos y los negocios por espacio de siglo y medio. Y esa nación fue España.

  Un genovés, es cierto, fue el descubridor de América; pero vino en calidad de español; vino de España por obra de la fe y del dinero de los españoles; en buques españoles y con marineros españoles, y de las tierras descubiertas tomó posesión en nombre de España. Imaginad qué reino tendrían entonces Fernando e Isabel, además de su pequeño jardín de Europa: medio mundo desconocido en el cual viven hoy una veintena de naciones civilizadas, y en cuya inmensa superficie, la más nueva y la más grande de las naciones no es sino un pedazo. ¡Qué vértigo se hubiera apoderado de Colón si hubiese podido entrever la inconcebible planta cuyas semillas, por nadie adivinadas, tenía en sus manos aquella hermosa mañana de octubre de 1492!

  También fue España la que envió un florentino de nacimiento, a quien un impresor alemán hizo padrino de medio mundo, que no tenemos seguridad que él conociese; pero estamos seguros de que no debería llevar su nombre. Llamar América a ese continente en honor de Américo Vespucio fue una injusticia, hija de la ignorancia, que ahora nos parece ridícula; pero de todos modos, también fue España la que envió el varón cuyo nombre lleva el Nuevo Mundo.

  Poco más hizo Colón que descubrir la América, lo cual es ciertamente bastante gloria para un hombre. Pero en la valerosa nación que hizo posible el descubrimiento, no faltaron héroes que llevasen a cabo la labor que con él se iniciaba. Ocurrió ese hecho un siglo antes de que los anglosajones pareciesen despertar y darse cuenta de que realmente existía un nuevo mundo; durante ese siglo la flor de España realizó maravillosos hechos. Ella fue la única nación de Europa que no dormía. Sus exploradores, vestidos de malla, recorrieron Méjico y el Perú, se apoderaron de sus incalculables riquezas e hicieron de aquellos reinos partes integrantes de España. Cortés había conquistado y estaba colonizando un país salvaje doce veces más extenso que Inglaterra, muchos años antes de que la primera expedición de gente inglesa hubiese siquiera visto la costa donde iba a fundar colonias en el Nuevo Mundo, y Pizarro realizó aún más importantes obras.

  Ponce de León había tomado posesión en nombre de España de lo que es ahora uno de los Estados de nuestra República, una generación antes de que los sajones pisasen esa comarca. Aquel primer viandante por la América del Norte, Álvaro Núñez Cabeza de Vaca, había hecho a pie un recorrido incomparable a través del continente, desde la Florida al Golfo de California, medio antes de que los sajones sentasen la planta en nuestro país*. Jamestown, la primera población inglesa en la América del Norte, no se fundó hasta 1607, y ya por entonces estaban los españoles permanentemente establecidos en la Florida y Nuevo Méjico, y eran dueños de un vasto territorio más al Sur. Habían ya descubierto y casi colonizado la parte interior de América, desde el nordeste de Kansas hasta Buenos Aires, y desde el Atlántico hasta el Pacífico. La mitad de los Estados Unidos, todo Méjico, Yucatán, la América Central, Venezuela, Ecuador, Bolivia, Paraguay, Perú, Chile, Nueva Granada y además un extenso territorio, pertenecía a España cuando Inglaterra adquirió unas cuantas hectáreas en la costa de América más próxima.

 No hay palabras con que expresar la enorme preponderancia de España sobre todas las demás naciones en la exploración del Nuevo Mundo. Españoles fueron los primeros que vieron y sondearon el mayor de los golfos; españoles los que descubrieron los dos ríos más caudalosos; españoles los que por vez primera vieron el océano Pacífico; españoles los primeros que supieron que había dos continentes en América; españoles los primeros que dieron la vuelta al mundo. Eran españoles los que se abrieron camino hasta las interiores lejanas reconditeces de nuestro propio país y de las tierras que más al Sur se hallaban, y los que fundaron sus ciudades miles de millas tierra adentro, mucho antes de que el primer anglosajón desembarcase en nuestro suelo.

 Aquel temprano anhelo español de explorar era verdaderamente sobrehumano. ¡Pensar que un pobre teniente español con veinte soldados atravesó un inefable desierto y contempló la más grande maravilla natural de América o del mundo —el Gran Cañón del Colorado— nada menos que tres centurias antes de que lo viesen ojos sajones! Y lo mismo sucedía desde el Colorado hasta el Cabo de Hornos. El heroico intrépido y temerario Balboa realizó aquella terrible caminata a través del Itsmo, y descubrió el océano Pacífico y construyó en sus playas los primeros buques que se hicieron en América, y surcó con ellos aquel mar desconocido, y ¡había muerto más de medio siglo antes de que Drake y Hawkings pusieran en él sus ojos!

[…] Si en la costa oriental duró un siglo la guerra con los indios, tres siglos y medio pelearon en el sudoeste los españoles. En una colonia española (Bolivia) perecieron a manos de los naturales, en una carnicería, tantos como habitantes tenía la ciudad de Nueva York cuando empezó la guerra de la independencia. Si los indios del levante hubiesen dado muerte a veintidós mil colonos en una horrible matanza, como hicieron con los españoles los indios de Sorata […].

  Cuando sepa el lector que el mejor libro de texto inglés ni siquiera menciona el nombre del primer navegante que dio la vuelta al mundo —que fue un español—, ni del explorador que descubrió el Brasil —otro español—, ni del que descubrió California —español también—, ni los españoles que descubrieron y formaron colonias en lo que es ahora los Estados Unidos, y que se encuentran en dicho libro omisiones tan palmarias, y cien narraciones históricas tan falsas como inexcusables son las omisiones, comprenderá que ha llegado ya el tiempo de que hagamos más justicia de la que hicieron nuestros padres a un asunto que debiera ser del mayor interés para todos los verdaderos americanos.

  No solamente fueron los españoles los primeros conquistadores del Nuevo Mundo y sus primeros colonizadores, sino también sus primeros civilizadores. Ellos construyeron las primeras iglesias, escuelas y universidades; montaron las primeras imprentas y publicaron los primeros libros; escribieron los primeros diccionarios, historias y geografías, y trajeron los primeros misioneros; y antes de que en Nueva Inglaterra hubiese un verdadero periódico, ya ellos habían hecho un ensayo en Méjico ¡y en el siglo XVII!

  Una de las cosas más asombrosas de los exploradores españoles –casi tan notable como la misma exploración– es el espíritu humano y progresivo que desde el principio hasta el fin caracterizó sus instituciones. Algunas historias que han perdurado, pintan a esa heroica nación como cruel para los indios; pero la verdad es que la conducta de España en este particular debiera avergonzarnos. La legislación española referente a los indios de todas partes era incomparablemente más extensa, más comprensiva, más sistemática, y más humanitaria que la de Gran Bretaña, la de las colonias y la de los Estados Unidos todas juntas. Aquellos primeros maestros enseñaron la lengua española y la religión cristiana a mil indígenas por cada uno de los que nosotros aleccionamos en idioma y religión. Ha habido en América escuelas españolas para indios desde el año 1524. Allá por 1575 –casi un siglo antes de que hubiese una imprenta en la América inglesa– se habían impreso en la ciudad de Méjico muchos libros en doce diferentes dialectos indios, siendo así que en nuestra historia sólo podemos presentar la Biblia india de John Eliot; y tres universidades españolas tenían casi un siglo de existencia cuando se fundó Harvard. Sorprende por el número la proporción de hombres educados en colegios que había entre los exploradores; la inteligencia y el heroísmo corrían parejas en los comienzos de colonización del Nuevo Mundo.


* El autor, yanqui de nacimiento, se refiere aquí a su país, los Estados Unidos.

Extraído por SDUI de: Los exploradores españoles del s. XVI: vindicación de la acción colonizadora de España en América

domingo, 24 de julio de 2016

La importancia de la lucha teórica



“La revolución no es acto de la violencia que a veces acompaña un cambio de poder. No es tampoco un simple cambio de instituciones o clanes políticos. La revolución es menos la toma del poder que su empleo para la construcción de la nueva sociedad. Esa tarea inmensa no puede plantearse en el desorden de los espíritus y los actos. Necesita un vasto instrumento de trabajo, preparación y formación. El combate “nacional” se empantanada en caminos que tienen medio siglo de antigüedad. Ante todo debe elaborarse una nueva teoría revolucionaria.”

-Dominique Venner.



La teoría revolucionaria es el instrumento que permite al militante nacionalsindicalista y patriota oponerse a todos aquellos que mediante engaños, deformaciones y ambigüedades buscan convertir la lucha de liberación nacional en apéndice del capitalismo y el liberalismo hegemónico.  Es la construcción de una teoría revolucionaria unificada y vigorosa la que permite organizar los objetivos políticos y el camino hacia la toma del poder, pues sin esta teoría todo intento de revolución nacional en España o en otro  país fracasará al caer de lleno  en el posibilismo, inculcando a nuestro movimiento una mentalidad reformista, burguesa y reaccionaria.



Es fácil identificar a aquellos que se oponen a la creación de un verdadero movimiento revolucionario desde la base. Son todos aquellos que critican el “dogmatismo”, los que se sienten felices adoptando una postura ideológica ambigua a la par que se enfrentan a los que anteponemos la elaboración de una doctrina homogénea y disciplinada frente a la acción política espontánea.  Para ellos la acción no es la progresiva implantación de un nuevo modelo sino una excusa para dar rienda suelta a bajas pasiones, adherirse a un grupo que llene sus carencias afectivas bajo un hálito de “disidencia”  o en el mejor de los casos participar en las instituciones burguesas como única forma de hacer política. El rechazo de una teoría coherente y el acusar de caer en discusiones estériles indica la falta de principios férreos, mostrando un eclecticismo que desvela el arraigo de la ideología burguesa en estos individuos.  Como ya señaló José Antonio Primo de Rivera “Todas las juventudes conscientes de su responsabilidad se afanan en reajustar el mundo. Se afanan por el camino de la acción y, lo que importa más, por el camino del pensamiento, sin cuya constante vigilancia la acción es pura barbarie”(1). Sin la construcción  de un pensamiento profundo no es posible encauzar una auténtica lucha política que nos permita transformar España y alcanzar la libertad como pueblo.



Las revoluciones no son espontáneas, necesitan de la elaboración de un pensamiento coherente que plantee respuestas a todos los problemas del actual sistema capitalista. Para triunfar es necesario comprender todos los mecanismos del régimen vigente y saber desarticularlos tanto en la práctica política como frente al enemigo dialéctico. El sistema liberal cuenta con una potente y sutil  maquinaria propagandística que inculca la ideología burguesa a toda la población, incluido al militante revolucionario, cuya actitud siempre atenta debe evitar que caiga en las falacias del sistema. La única vía que existe para combatir a este imperio propagandístico y a los lacayos al servicio del  sistema liberal es mediante la elaboración de una teoría revolucionaria férrea que permita concienciar al pueblo español y lanzarlo a la lucha por la revolución nacional. La actual tarea del militante nacionalsindicalista es armarse ideológicamente y conseguir concienciar a los españoles, en especial a las clases trabajadoras, que deben ser la vanguardia de nuestra revolución. Es la teoría revolucionaria la que conduce  la acción política de manera eficaz a la vez que permite destruir a los falsos ídolos erigidos por el sistema liberal.



La creación de cuadros de militantes disciplinados e imbuidos en la doctrina es lo que nos permitirá combatir al sistema en todos los frentes existentes. Lo contrario es consentir que el ideal burgués se infiltre en nuestras filas, extirpando el ímpetu revolucionario y convirtiendo nuestro movimiento en una extensión de la reacción burguesa. Conocemos muy bien a aquellos “patriotas” que bajo la bandera del anticomunismo esconden su adhesión al régimen capitalista que expolia a las naciones del mundo. Estos sujetos aprovechan el confusionismo ideológico para dividir a los militantes, desviar nuestros objetivos revolucionarios  y acercarnos a las fuerzas derechistas defensoras del sistema. Defendiendo un supuesto “realismo” político pretenden convertir el movimiento nacionalsindicalista en un simple partido integrado en el sistema demoliberal.  Si bien apoyamos la lucha desde un plano electoral esta debe entenderse  como una de las tantas vías hacia el acceso del poder pero no la única, pues eso supondría abrazar el posibilismo y convertirnos en un movimiento reformista más. Para desenmascarar estos sujetos debemos armarnos con la teoría revolucionaria, denunciar sus falacias y evitar la contaminación en nuestro movimiento. La concienciación de los militantes y el pueblo español permitirá establecer una base que sirva de cimientos a la futura revolución nacional.



La creación del pensamiento revolucionario debe enmarcarse dentro de la lucha por construir contrahegemonía cultural(2), pues es el núcleo que vertebra la acción en este campo.  Un sistema doctrinal homogéneo permitirá influir de forma efectiva en las instituciones académicas y en la población española, que irá asumiendo nuestros valores y que facilitará la tarea de concienciación y reclutamiento de militantes. Para lograr esto es necesario reabrir el debate doctrinal y continuar desarrollando el ideal nacionalsindicalista, única vía para la liberación nacional de España. No podemos traficar con los principios ni ceder un ápice en nuestra programática, pues si bien debemos adaptarnos a la realidad histórica del momento no debemos por ello abrazar las falacias de un sistema que nos quiere ver pequeños y anulados.



En la conjunción de la lucha teórica, política y sindical está la fuerza que nos llevará a la victoria. Nuestros camaradas fundadores lo comprendieron y debemos seguir ahondando en esa vía, pues  es el único camino que nos permite denunciar las infiltraciones burguesas a la vez que  cimentar las bases para la creación de una organización nacionalsindicalista soberanista y revolucionaria.

Por Dardo

Notas:

(1) La Tradición y la Revolución. Prólogo al libro ¡Arriba España! de J. Pérez de Cabo. Agosto de 1935.

(2) Contrahegemonía y lucha cultural en España. Por Dardo.


viernes, 15 de julio de 2016

Wahab








Se desvelan cada mañana decenas de miles de niños por el ruido de las bombas. Unos ya han perdido una pierna, o dos, o todas sus extremidades. O peor aún, muchos han perdido ya a sus familias.
Y luego hay otros niños que son encontrados muertos en las orillas de los mares, con el pecho atravesado por cien balas, o simplemente, muertos de hambre.
Hay jóvenes que perecen por defender su hogar, por poder volver a besar a esa mujer que tanto aman, o por poder encontrar a una mujer a quien besar. Jóvenes que mueren por defender un futuro. Jóvenes que desertan de su tierra natal persiguiendo ese futuro. O la seguridad. O la libertad.
Hay madres mutiladas por defender a sus pequeños. Madres esqueléticas por dar su ración a los suyos. Madres desgarradas, en todos los sentidos, para que sus hijos puedan crecer y olvidar la podredumbre.
Y es que aún más triste, es ver a todas esas madres que no mueren. Sino que ven morir. Impotencia. Dolor eterno. Vacío.
Esas madres que ven a sus hijos morir entre sus brazos, o en el campo de batalla, a sus maridos, a sus padres, a sus hermanos.
Y hay padres, padres que antes eran guardián de una familia. Padres que eran el poder comer cada mañana, el tener un techo o un juguete. Padres que eran el amor compartido con su mujer, apoyo mutuo atravesando puentes inestables.
Ya no hay puentes. Los han bombardeado.
Padres que con sus hijos, hermanos y padres, parten a la guerra; padres que, equivocadamente, desertan de sus familias para buscar oficio y comida en otras tierras. Padres que incluso, por desesperación o desventura, acaban abrazando al enemigo, creyendo que así, su hogar intacto seguirá.
Hay hermanos, y abuelos y amigos; y hay conversaciones y poemas y juegos; y caricias y palabras y sonrisas; y hay camino.
No.
Ya no hay nada.

Desaparece todo eso en un instante, el primer silbido de la bomba que se acerca, el primer gemido de desesperación, el primer retorcimiento por no poder llevarse comida a la boca, la primera lágrima, la primera gota de sangre, el primer reclamo de impotencia. El primer entierro. Sin el cuerpo claro. Porque al pequeño Wahab le cayó una bomba encima mientras leía un cuento. Aprendió a leer hacía un año. Era su salvación. Papá luchaba contra los malos y mamá buscaba comida mientras lloraba. Porque tampoco estaba Yusuf, que entre balazo y recoger a un camarada aniquilado, perseguía a su amor de vida y muerte. Especialmente de muerte.
Ninguno de los tres sabía entonces que volverían al infierno en lugar de a casa. Papá herido en el hombro. Mamá sin comida. Y el intrépido Yusuf con su amor en el alma, pues ya no era de vida, tan sólo de muerte.
Y los tres contemplaron con ojos descarnados, el socavón donde antes había una casa, y un niño herido en el alma, que leía un cuento para desaparecer de esta tierra. Ahora solo hay humo y hojas de libro que escapan de la masacre con el viento.
El primer entierro. Y el último. Wahab ha sido el único en tener tiempo de ser enterrado. Porque no había cuerpo claro. Para los demás no hay tiempo. Los funerales son para los ricos.
Los pobres tienen suerte si les pasa como al pequeño Wahab y se ahorran tiempo y dinero en la incineración.
Hijos de puta.

¿Conmovedor verdad?
Ahora sí se os retuerce el alma. Ahora si lloráis y le preguntáis a mamá por qué Dios permite estas barbaries. Ahora sí que os preocupa el pobre Wahab. Y donáis dos míseros euros en el supermercado tras una compra de 500, para acallaros la conciencia.
Hijos de puta.
Ahora sí cantáis el Imagine de John Lennon y defendéis la paz mundial y que no haya fronteras mientras os metéis un porro, os compráis algo reluciente, nuevo y caro, o simplemente observáis a uno de vuestros padres ser un gran banquero o empresario, deleitándoos con su forma de participar en la masacre, en este mundo de mierda, en este vertedero que es la historia.
Hijos de puta.

Ahora sí. Ahora llamáis a Europa llorando, depositando flores en las esquinas y pidiendo justicia. Ahora. Ahora que sois como el pequeño Wahab, y empiezan a arrebataros el alma, la voz y la garganta. Ahora que camináis por la calle y no sabéis si llegaréis a trabajar, o a comer a casa, o si despertaréis calcinados a la mañana siguiente.
Hijos de puta.

Y es tras todo esto que a mí se me rompe el alma.
¿No se os ha ocurrido que tal vez, la culpa es de Europa? Una Europa adherida al imperialismo americano, corrompida por el capitalismo, por el dinero y la codicia, por el ansia de poder. Una Europa corrompida y desangrada, gobernada por traidores que buscan su beneficio y nada más. Bueno sí, algo más sí. Es divertido ver morir gente a causa de tu egoísmo.
Una Europa que no es pacto entre patrias, entre naciones y pueblos soberanos que comparten una historia común, una Europa que no defiende al obrero ni al campesino, que no defiende a quien menos tiene. Una Europa que deja en la calle a su ciudadano, que da antes trabajo al extranjero, y comida, y un hogar.
Una Europa que en lugar de atenerse a que cada patria que la contiene se cuide a sí misma, crezca, y eduque, abastezca y proteja a cada uno de sus hijos, se preocupa de inventarse guerras en países lejanos de la mano de Estados Unidos e Israel. Guerras que aniquilan países enteros, patrias que antes eran dignas de ejemplo, ciudadanos que vivían felices, y trabajaban, y comían. Ciudadanos que no se desvelaban por el ruido de las bombas, de la miseria.

¿Y por qué se inventan guerras los países que supuestamente siempre han defendido al débil? Preguntaréis algunos.
Porque jamás han defendido al débil. Lo han violado, asesinado y desplumado. Enmascarados. Y una vez ya han asegurado todo el dinero y poder para largos años, se quitan la máscara y salen a "salvar", lo que ellos mismos han destruido, a defender lo que ellos mismos incumplen. "No permitiremos la violencia, el terrorismo, el abuso o el racismo; no permitiremos hambrunas, ni enfermedades que aniquilen ciudades enteras, no permitiremos..."
No amigos, no permitiréis todo eso a nadie, porque tenéis que hacerlo vosotros, no vaya a ser que alguien más quiera apuntarse a vuestra fiesta.
Hijos de puta.
Nos queda claro que Wahab y millones de niños más morirán en supuesta defensa de la paz, el capitalismo, la tolerancia, la globalización y el Estado de Derecho; sin saber que defender todo eso es lo que les mata cada mañana y lo que está empezando a matar a los propios hijos de las patrias europeas. Sí amigos, lo que defendéis mientras os fumáis un porro u os compráis un bolso es lo mismo que os empieza a matar, pues cuando juegas con fuego te quemas. Y tú tienes dinero para bolsos y porros, pero no para alejarte del fuego.
Los de arriba sí, los hijos de puta que antes sólo asesinaban en países lejanos, de los que uno oía hablar una vez cada mucho tiempo, esos si pueden alejarse del fuego. Por eso pueden empezar a bombardear tu casa sin que a la suya le pase nada. Por eso te puedes morir de hambre mientras él se fuma tu porro o se compra tu bolso, por pura diversión.

Ahora decidme, ¿qué vais a hacer?
Ahora que ya no podéis llorar y cantar el Imagine mientras vivís vuestras mediocres e insulsas vidas, ahora que vuestro hogar no es seguro, ahora que Europa no sólo se suicida, o más bien os suicida, sino que os mete a la familia de Wahab en casa, que ya sólo lleva odio dentro y os sonríe disfrutando sólo de pensar que vais a sufrir igual o más que ellos, ahora ¿Qué vais a hacer?
¿Qué vamos a hacer?
¿Vamos a seguir acogiendo "refugiados" para que violen niñas en Colonia? (¿no erais tan feministas?), ¿vamos a seguir defendiendo a los "pobres musulmanes" para que su población supere el 50% en toda Europa y nos aniquilen como ya comienzan a hacer?
"Es que esos no son los verdaderos musulmanes." Mira, gracias por decirlo, tú que eres tan feminista y tolerante; ¿sabías que su ley, que es el Corán por cierto, dice que se debe aniquilar al infiel, apedrear a la adúltera y que el buen musulmán gozará de decenas de huríes (magníficas vírgenes) en el paraíso? Ah, ya decía yo, mejor nos reservamos las tonterías.
Reitero mi pregunta: ¿Qué vamos a hacer?
¿Morir como el pequeño Wahab y desertar igual que su familia a otro país? En el que por cierto, igual que la familia de Wahab, la rabia nos consumirá y nos convertiremos en aquello que nos destruyó y que tanto odiamos. ¿Complejo de Edipo se llamaba?

Defendamos esta Europa de una vez, derroquemos a esos hijos de puta que se hacen llamar políticos y acreedores de la tolerancia y de la paz. Derroquemos a esos aburguesados mal nacidos que juguetean con el mundo, lo exprimen y se tragan toda vida que en el haya.
Construyamos una Europa nueva. Naciones soberanas, libres y bellas. Justas. Verdaderas.
Pongamos fronteras que sirvan, no para prohibir entrada a todo extranjero, sino para prohibir salida a todo aquel que quiera aprovecharse del de fuera.
Dejémonos de enviar dos euros a la familia de Wahab, o de acogerles en nuestra casa. Solucionemos el problema como se debe solucionar, actuando en verdad y no en acallar nuestra conciencia.
Porque si dejamos de explotar y aniquilar África, Oriente Medio e incluso Hispanoamérica, si les dejamos respirar, desarrollarse y crecer, y nos preocupamos de nuestro pueblo y no del suyo, tanto ellos como nosotros creceremos. Tanto ellos como nosotros viviremos en eso que tanto se defiende y nunca se consigue; Paz.
Generosidad no es introducirte en la vida del otro para ayudarle y en ello arrebatarle su libertad. Él sabe cuidarse solo. Generosidad es ver que puedes arrebatarle la libertad a otro alegando ayuda y decides no hacerlo, decides observar a tu "vecino" y dejarle crecer, porque en hacer eso, te das cuenta de que tu "hermano" estaba tirado en el suelo pasando hambre. Cuida de tu familia y que ella te cuide; y deja que tu vecino cuide de la suya y sea cuidado por ella.
Eso es el patriotismo, eso es la patria. Eso es la generosidad, la verdad y la belleza amigos.
Eso es ser Libre y dejar que los demás lo sean. Eso es amor.
Hagamos todo esto, y así, aunque Wahab ya esté muerto, salvaremos a nuestros hijos, hermanos, padres, madres, amigos y camaradas, salvaremos nuestro amor y nuestra vida, y sin saberlo, sin hacer nada directamente por ello, salvaremos al "vecino", salvaremos a la familia de Wahab y a sus amigos, amores y camaradas, y ellos, sentirán que han hecho lo mismo por nosotros.

Eso es amor amigos.



Por Draco

viernes, 27 de mayo de 2016

Contrahegemonía y lucha cultural en España



La lucha por la conquista del poder cultural y la difusión de una serie de valores y postulados ideológicos en la gran masa popular es una tarea ardua pero necesaria para todo movimiento político cuyo objetivo sea la conquista y la transformación del poder establecido. Esta ley, teorizada y desarrollada por Gramsci durante su cautiverio, se ha convertido en un objeto de estudio necesario para todos aquellos que buscan influir en la opinión pública y poder lograr acceder al poder. Si bien, como señala Marcos Ghio en su artículo “El Gramscismo de derechas”(1) no vivimos en el mismo contexto de ilegalidad en el que Gramsci se encontraba cuando formuló sus teorías y que por lo tanto podemos centrarnos en una acción política eficaz es necesario reflexionar hondamente sobre cómo enfocar la lucha cultural para que a la larga de unos resultados propicios que sirvan como impulso y trampolín a la labor política tradicional desarrollada por nuestros movimientos. La guerra de posiciones que constituye la lucha por el poder cultural y la creación de contrahegemonía es esencial para poder ir formando una base sólida que permita construir sobre ella los éxitos políticos futuros. Contrahegemonía es, en rasgos generales, construcción de una conciencia cultural y social autónoma con respecto a la cultura impuesta por la clase burguesa, que es la poseedora del poder político y económico, lo que la pone en una situación privilegiada con respecto a las clases populares. Frente a este dominio cultural e ideológico impuesto por las clases dominantes (representado nuestros tiempos por el liberalismo filosófico y social) hay que desarrollar una alternativa que permita disputar esa posición absoluta y e impregnar a la opinión pública y la sociedad civil con nuestros valores y postulados ideológicos.  

Hay que admitir que en España se han dado pasos gigantescos en el campo de la lucha cultural en los últimos tiempos, gracias a la proliferación de asociaciones culturales, editoriales que editan y distribuyen libros y revistas propias, radios independientes y hasta importantes personalidades que, como los falangistas Gustavo Morales y Jorge Garrido, han conseguido tener repercusión en medios televisivos e informativos como Russia Today o en cadenas nacionales. Pese a este avance beneficioso y loable hay que realizar una crítica que algunos tacharán de sectaria y que otros verán excesiva, pero que permitirá reenfocar la lucha cultural en España hacia una mayor eficacia de cara a las conquistas políticas. El gran error que hemos cometido es no haber estructurado esta red de asociaciones, editoriales y publicaciones en torno a unos esquemas ideológicos sólidos que potencie la formación de cuadros de militantes formados como influir sobre los españoles de forma efectiva. El confusionismo ideológico y la dispersión doctrinal es una enfermedad que anula al llamado “área patriota”, pues hace imposible articular desde la base una actuación política y cultural con unos verdaderos objetivos de cara al mañana. Esto es fundamental, pues están patentes los escasos resultados conseguidos y es aún más patente la falta de autocrítica que existe entre los militantes debido en primer lugar a la falta de formación que les impide analizar certeramente los problemas internos existentes en nuestras organizaciones. Pese a la admiración de muchos militantes hacia la Nueva Derecha liderada por Alain de Benoist en España ha sido imposible crear un modelo doctrinal fuerte que pueda proyectarse sobre la opinión pública y las instituciones, algo que si han logrado nuestros compañeros franceses y que les ha reportado notable éxito tanto en el campo cultural como en el político, tal y como reflejan los resultados de Frente Nacional.

El espontaneísmo y el confusionismo dominan a todas las organizaciones y asociaciones culturales de nuestro sector político. Pocas son aquellas que se han organizado siguiendo un modelo doctrinal único (que no es lo mismo que cerrado) y han logrado a través de esta visión ideológica formar planes de actuación con un mínimo de efectividad. Nuestras asociaciones culturales carecen de bagaje ideológico, lo que las conduce a utilizar como tal ideas sacadas fuera de contexto de diversos autores que llegan a chocar entre sí y a los que solamente les une la vacua etiqueta de “patriotas”. Una asociación cultural cuya acción es crear jornadas de debates y conferencias debe saber orientar estas actividades hacia la difusión de un sistema doctrinal homogéneo y que dé solución a los problemas del presente, no ofrecer una amalgama de autores a los que no les une nada. Este confusionismo ideológico contribuye al debilitamiento de nuestros movimientos, pues los militantes e interesados terminarán formando un caos ideológico en sus cabezas que tarde o temprano se traducirá en pérdida de interés, falta de claridad de pensamiento y pesimismo político que nace al no encontrar una vía política alternativa eficaz. Es de sobra conocida la cantidad de militantes que tras una explosiva a la par de efímera actividad política terminan “quemados” y cansados de esta, siendo un factor clave que posibilita esto es la incapacidad de formar cuadros disciplinados en torno a una doctrina única y eficaz. Este mismo síntoma ocurre en las asociaciones culturales y en nuestras editoriales, pese a la encomiable labor que realizan y el sacrificio que ello supone pero que no los exenta de crítica. 

Algunos han intentado encontrar la solución al problema anteriormente expuesto creando nuevas etiquetas que unifiquen en torno a ellas a diversas corrientes ideológicas y formas de sentir. Son los llamados “identitarios”, “Socialpatriotas” e incluso “nacional revolucionarios” (que nada tienen que ver con las teorías de Jean Thiriart, François Duprat y otros pensadores europeos). Esta pretendida solución es un callejón sin salida que contribuye aún más a la confusión doctrinal y a la ineficacia en el terreno cultural. Por mucho que asociaciones empiecen a federarse entre ellas si participan de esta ambigüedad no podrán influir sobre la opinión pública de forma decisiva y eficaz, al no tener un sistema de valores y unos pilares ideológicos que difundir sobre las gentes. Escudarse en estas etiquetas es una salida fácil que no conlleva realizar esfuerzos organizativos ni teóricos de ningún tipo y que como ha sido señalado anteriormente contribuye al debilitamiento de nuestras filas. En definitiva esta actitud representa la sinrazón y el hermetismo más absoluto del llamado “área patriota”.

Para revertir esta situación de esterilidad política y cultural hay que reorganizar nuestras asociaciones y organizaciones en torno a unos puntos que si bien son difíles y sacrificados son necesarios para la creación de contrahegemonía cultural:

  -Formación de centros de estudio, grupos de pensamiento y Think Tanks que se articulen en torno a una doctrina política y filosófica o bien construyan ellos mismos una. En España contamos con la profundidad del nacionalsindicalismo, cosmovisión que posee soluciones dentro de todos los sectores, desde el económico hasta en el filosófico. Crear centros de estudios y publicaciones que fortalezcan la doctrina, la desarrollen conforme a la problemática del siglo XXI y la difundan entre el ámbito académico y por toda la sociedad es más necesario que nunca, pues sin doctrina no puede existir movimiento revolucionario.

  -Articular la red de asociaciones conforme a los anteriores Think Tank, sirviendo como enlace entre los grupos pensantes y la gente a la que queremos influenciar. Actividades constantes conforme a una línea ideológica fija que de cohesión y coherencia a nuestra labor cultural y facilite la transmisión de ideas y valores entre las gentes.

  -Fomentar entre los militantes dotados para ello la creación cultural y artística conforme a nuestros valores. La literatura, la música y el cine son campos magníficos que podemos utilizar para transmitir nuestras ideas de forma directa e indirecta. Recuperar a nuestros escritores u aprovechar las obras de otros artistas que defiendan valores cercanos a los nuestros, tal y como defiende el pensador italiano Adriano Romualdi(2).

  -Jerarquizar lo desarrollado en los tres puntos anteriores en torno a una organización política que encauce lo conseguido en la batalla cultural y que a su vez permita alimentar este frente con nuevos cuadros, activistas y pensadores. La guerra de posiciones es lenta, pero debe de dar unos resultados específicos que se traduzcan en conquistas políticas de menos a mayor escala, de lo contrario todos nuestros esfuerzos caerán en un saco roto. Esta misma organización se encargará de difundir las publicaciones, conferencias y jornadas que se realicen dentro del frente cultural, contribuyendo también a su expansión.
Si conseguimos reestructurar el frente cultural según lo anteriormente descrito y comenzar a trabajar según unas líneas y bases claras conseguiremos ir recuperando poder dentro del ámbito cultural español y salir de la marginalidad a la que estamos condenados debido a nuestra ineficacia. Hasta que no se cometa esta tarea de autocrítica y de verdadera organización todo esfuerzo caerá en saco roto y seguiremos en esta espiral de fracasos sin límites. Es necesario abandonar fobias, ambigüedades y etiquetas vacías y comenzar a construir una verdadera contrahegemonía que arranque del pueblo español el hedonismo, la zafiedad y la torpeza que lo ciega y adormece. En nuestras manos está acometer esta ardua e imprescindible empresa.

Por Fernando Roldán “Dardo”

Notas:

(1)Revista Elementos número 40:  Antonio Gramsci y el poder cultural. Disponible en el blog: Gramsciscmo de derechas

(2)Orientaciones para una nueva cultura de derecha. Adriano Romualdi.

martes, 24 de mayo de 2016

Arqueología del fascismo



Para comenzar, diré que el estudio del fascismo, tanto desde un punto de vista histórico como ideológico, pertenece al ámbito de la arqueología de las ideas. El fascismo fue derrotado en el campo de batalla de las armas, no –desde luego– en el de las ideas. Pero sus restos grupusculares, cualesquiera que sean los nombres que adopten con el término nacional convertido en prefijo, o con las numerosas y genéricas “posdenominaciones” revolucionarias, identitarias, populistas, europeístas, comunitaristas, etc., no tienen ni la legitimidad ni la capacidad –y mucho menos, la osadía (o la valentía, según se mire)– para autocalificarse de “fascistas”. Se podía ser “fascista” en las décadas de los 20 y los 30 del siglo pasado, o incluso, “neofascista” en las décadas de los 50 y los 60, pero ¿qué queda realmente del fascismo en la actualidad? El fascismo, como ideología –me refiero al fascismo auténtico–, ha muerto… (¿El fascismo ha muerto? ¡Viva la muerte!) y sólo puede ser reanimado como un zombie. O ser reinventado bajo otros nombres y otras sensibilidades. Y su estudio, por supuesto, debe quedar reservado a la “historia de las ideas políticas”. Todo aquel que no admita esta evidencia que no siga leyendo este opúsculo.
El término “fascismo”, más que una expresión limitada al ámbito de la historia política, parece tratarse de una palabra mucho más apta para la “diatriba política”, cargada de connotaciones negativas y de una fuerza expresiva claramente descalificadora que no acepta un análisis sereno y objetivo. Para una inmensa mayoría, el “fascismo” no es digno de estudio. Se trata de un arma dialéctica para descalificar, deslegitimar e incapacitar –política y moralmente– al adversario ideológico, sea éste fascista (lo cual es improbable) o cualquier otra cosa. No estamos, pues, ante un fenómeno histórico digno de estudio, sino de un accidente monstruoso y pecaminoso, espejo de la contrahumanidad y ejemplo de la sobrehumanidad más despreciable.
Sin embargo, nadie con un mínimo de información, sentido común o histórico, asumiría que el comunismo es un fenómeno sin ideología, un episodio incidental e irrelevante, cuya mención anula automáticamente la “condición humana” de quien así se califica o a quien así se descalifica. Sabemos perfectamente que esto no sucede. Entonces, ¿por qué no proceder de manera análoga cuando tratamos del fascismo? Porque reconocerle al fascismo una dimensión teórica supondría admitir la existencia de un fenómeno que movilizó a millones de hombres y mujeres de la época para combatir a las ideologías dominantes y presentarse, frente a ellas, como la auténtica alternativa. Esto mismo se concede al comunismo, a pesar de que sabemos que las consecuencias de su violencia brutal fueron mucho más nefastas que las del fascismo, si excluimos de éste al nacionalsocialismo, que según parece, bajo la forma del hitlerismo, fue un fenómeno al margen (en los mismos límites de una humanidad aprehensible), sólo comparable con el estalinismo. Y con razón, conceder todo esto al fascismo implica asumir la certeza de ser acusado sin ninguna posibilidad de defensa ni turno de réplica.
Alain de Benoist escribe que «el siglo XX ha sido sin duda el siglo de los fascismos y de los comunismos. El fascismo nació de la guerra y murió en la guerra. El comunismo nació de una explosión política y social y murió de una implosión política y social. No pudo haber fascismo sino en un estadio dado del proceso de modernización y de industrialización, estadio que pertenece hoy al pasado, al menos en los países de Europa occidental. El tiempo del fascismo y del comunismo está acabado. En Europa occidental todo “fascismo” no puede ser hoy sino una parodia. Y lo mismo ocurre con el “antifascismo” residual, que responde a este fantasma con palabras todavía más anacrónicas. Es porque el tiempo de los fascismos ha pasado, que hoy es posible hablar de él sin indignación moral ni complacencia nostálgica».
Desde luego, la cuestión del fascismo (y sus numerosos problemas de análisis) ha sido abordada, como fenómeno singularizado y autónomo, por una serie de pensadores, historiadores y filósofos, todos de gran talla intelectual, pero excesivamente condicionados por sus particulares orientaciones, tanto ideológicas como metodológicas: Ernst Nolte, Renzo de Felice, George L. Mosse, Emilio Gentile, James A. Gregor, Stanley Payne, Roger Griffin, Zeev Sternhell. Un ejemplo paradigmático lo encontramos en el Dictionaire historique des fascismes et du nazisme. Ante la imposibilidad de contar con una definición “universalmente admitida de fascismo”, circunstancia que Serge Bernstein y Pierre Milza juzgan de “una evidencia ante la cual hay que rendirse”, se concluye que toda obra de referencia dedicada al fascismo debería evitar el establecimiento de “verdades dogmáticas” sobre una cuestión objeto de hondas polémicas intelectuales. Entonces, el problema es que, en lugar de esas “verdades dogmáticas”, muchos de estos intelectuales se resignan a la exposición de puntos de vista inevitablemente personales o, en el mejor de los casos, “opciones de análisis” que, comportando una inevitable dosis de subjetividad, coinciden básicamente con las opiniones mayoritarias del “sistema”.
Entonces, ¿cómo ofrecer una explicación al surgimiento del fascismo sin caer en trivialidades ni experimentos coyunturales? Erwin Robertson lo explica. Se debe comprender al fascismo, primero, como un fenómeno político y cultural. Es, de partida, un rechazo de la mentalidad liberal, democrática y marxista; rechazo de la visión mecanicista y utilitarista de la sociedad. Pero expresa también “la voluntad de ver la instauración de una civilización heroica sobre las ruinas de una civilización materialista. El fascismo quiere moldear un hombre nuevo, activista y dinámico”. No obstante presentar esta vertiente tradicionalista, este movimiento contiene, en su origen, un carácter moderno muy pronunciado, como lo demuestra su estética futurista, reclamo de la juventud frente a la burguesía. El elitismo, en el sentido de una aristocracia no definida por su categoría social o económica, sino por un estado del espíritu, es otro componente atractivo. El mito, como clave de interpretación del mundo; el corporativismo, como ideal social que otorga a la mayoría del pueblo el sentimiento de nuevas oportunidades de ascenso y de participación, constituyen también parte del secreto del fascismo, porque el fascismo reduce los problemas económicos y sociales a cuestiones, ante todo, de orden psicológico. Y, sobre todo, “servir a la colectividad formando un solo cuerpo orgánico”, identificando los propios intereses con los de la patria, comulgando, en un mismo culto, los valores heroicos y revolucionarios frente a los contravalores de la burguesía demoliberal. Es por todo esto que el estilo político y cultural desempeña un papel tan esencial en el fascismo.
Resulta curioso, entonces, que un pensador con orígenes conocidos (y reconocidos) en el ámbito de la derecha radical francesa, como Alain de Benoist, defina el “fascismo” de una forma demasiado simple, como si quisiera evitar la cuestión, pasando página inmediatamente: «Se han propuesto innumerables definiciones del fascismo. La más simple es todavía la mejor: el fascismo es una forma política revolucionaria, caracterizada por la fusión de tres elementos principales: un nacionalismo de tipo jacobino, un socialismo no democrático y el llamado autoritario a la movilización de las masas. En tanto que ideología, el fascismo nace de una reorientación del socialismo en un sentido hostil al materialismo y al internacionalismo».
Sin embargo, a setenta años de la “derrota del fascismo”, algo parece estar cambiando. En primer lugar, el fascismo, en la interpretación de Zeev Sternhell, no es ninguna anomalía histórica, ni una infección vírica, ni resultado de la crisis subsiguiente a la guerra de 1914-1918, ni siquiera fruto del patriotismo de los excombatientes, ni una reacción contra el marxismo, ni una palingenesia de regeneración antiilustrada, ni una perversa locura irracional, ni una invasión alienígena. El fascismo es un fenómeno político y cultural que goza de plena autonomía intelectual; es decir, que puede ser estudiado en sí mismo, no como producto de otra cosa o epifenómeno. El fascismo era un proyecto ideológico inconformista, vanguardista y revolucionario, una fuerza rupturista capaz de arremeter contra el orden establecido y de competir eficazmente con el marxismo y el liberalismo, tanto en el orden intelectual como en el popular.
Por cierto, que Sternhell ya advierte de la necesidad de distinguir el fascismo del nacionalsocialismo. Con todos los aspectos que pudieran tener en común, la clave está en el determinismo biológico de este último: un marxista o un liberal podían convertirse al nazismo, siempre que fueran calificados como “arios”, pero no así un judío, un eslavo o un mediterráneo. El fascismo, como tal, nació en Francia, extendiéndose principalmente a otros países europeos, como Italia, España, Bélgica, Austria, Rumania, Grecia, Yugoslavia, y también, por supuesto, a Alemania, en la que, sin embargo, no dará lugar al nacimiento del nacionalsocialismo, que ya llevaba mucho tiempo gestándose, pero de forma paralela y tangencial al fascismo: el nacionalsocialismo se apropió de la simbología del fascismo para imponer una visión biopolítica y geopolítica propiamente “germánica”, que nada tenía que ver con la dimensión nacional-europea y social-popular del fascismo. No negaremos que en su origen, el nazismo tenía ciertamente algo de fascismo, pero ese “algo” desapareció con el liderazgo hitleriano: a partir de la encarnación –y de la asunción– de la führung en Adolf Hitler, el nacionalsocialismo experimenta un intenso proceso de “desfascistización”, incorporando elementos, cada vez más determinantes, racistas, nordicistas, esoteristas, biologistas, pangermanistas, que provocaron la ruptura ideológica con el fascismo europeo, si es que alguna vez habían yacido juntos. Se trata de un tema de discusión eterna: si el fascismo italiano y el nacionalsocialismo alemán son cosas totalmente diferentes –ésta es la tesis de De Felice–, o bien si el nacionalsocialismo es una especie dentro del fascismo genérico –tesis de Payne y Nolte–, o bien una posición intermedia que hace del nacionalsocialismo un “derivado alemán” del fascismo, pero que los separa con el corte del racismo y del antisemitismo –opinión de Sternhell.
Entonces, ¿en qué se diferenciaban el fascismo y el nacionalsocialismo? Dejando aparte toda la simbología mística y paramilitar (algo que, por otra parte, también era compartido por el comunismo soviético), la diferencia principal y esencial era la “cuestión racial”. El eje del fascismo –su mito fundacional– es la “nación” (en el sentido de comunidad del pueblo, sin distinción de clases ni de razas), mientras que el del nazismo es la “raza” (el determinismo biológico del patrón ario) y el del comunismo la “clase” (la alienada y explotada clase obrera). Hubo muchos judíos italianos, obreros o burgueses, que comulgaron con el fascismo, mientras sus correligionarios germanos o eslavos iban camino del campo de concentración. Y en fin, también podríamos decir, para cerrar el círculo del mal, que el eje fundamental del liberalismo es el “individuo” (pero no como “persona”, sino como mercancía intercambiable y traducible a dinero). En definitiva, que el fascismo no fue sino un fenómeno europeo que implicaba la síntesis entre el nacionalismo más extremo y el socialismo más popular (no-marxista, sino precisamente fruto de la revisión del marxismo). Sorel no es Heidegger, ni Maurras es Spengler, ni Valois es Rosenberg, ni Mussolini es Hitler. ¿Sirve todo esto para separar el fascismo del nacionalsocialismo y hacer de éste algo singular pero accidental, sin parangón en la historia de las ideas? Por supuesto.
Y para ir entrando en la cuestión, diremos que, desde luego, como en todos los países europeos, existió un “fascismo alemán”, con sus peculiaridades germánicas, desde luego, pero fácilmente reconocible. Su nombre, poco acertado pero aceptado de forma unánime: la Revolución Conservadora alemana. Y es que, tanto el movimiento de esa “revolución conservadora alemana”, como los no-conformistas, o los partidarios de las escuelas (o círculos) proudhoniana y soreliana (a Sorel se lo rifan tanto los marxistas como los fascistas, y también los neoderechistas, que niegan ambas filiaciones), fueron movimientos alternativos (y contrarios) a las dos ideologías dominantes entonces, el liberalismo y el comunismo. Por esa razón, y por otras que veremos a continuación, estos movimientos fueron “prefascistas” o decididamente “fascistas”. Todo lo contrario que el nacionalsocialismo, que no puede ser calificado de “fascista”, salvo por un neoliberalismo y un neomarxismo que han hecho del “antifascismo” una de sus señas de identidad, y que igual pueden calificar de “fascista” al nazismo, que al estalinismo, al franquismo, al peronismo o al bolivarianismo. Para la izquierda radical, incluso, el capitalismo y el conservadurismo son los “rostros amables” del fascismo, y éste no sería sino un fenómeno provocado por el “gran capital” para enfrentarse al marxismo. Se trata de la culminación de la reductio ad hitlerum de Leo Strauss o de la ley de analogía nazi de Mike Godwin: todo el que no está a favor de la ideología dominante (el liberal-capitalismo) o acomodado en ella (el postmarxismo) es (des)calificado como “fascista”.
Sigamos. El pluriverso de la Revolución Conservadora en Alemania fue, efectivamente, la “principal” fuerza ideológica de oposición a la República de Weimar, pero también fue la “única” oposición interna a la Alemania de Hitler. Quizás revolucionario-conservadores y nacionalsocialistas (vulgo “hitleristas”) tuvieran en común su antidemocratismo, su irracionalismo, su vitalismo, su espiritualismo, todas ellas, y más aún, manifestaciones de una reacción contra la modernidad. Pero la mayoría de los revolucionario-conservadores, fueran jóvenes-conservadores, anarco-conservadores, nacional-populistas (nunca he encontrado la traducción de völkisch), nacional-bolcheviques, etc., acabaron ejecutados, torturados, sobornados, silenciados o en el llamado “exilio interior”. Por eso Louis Dupeux se refiere a ellos como “prefascismo intelectual”. Todos no, exclamarán algunos, porque Heidegger y Schmitt colaboraron en la justificación filosófica y jurídica del III Reich, pero, lamentando contradecir a Armin Mohler, ni Heidegger ni Schmitt (un reconocido antinietzscheano y ultracatólico) son clasificables dentro de la Revolución Conservadora, por razones tan obvias (empezando por su “autoexclusión”) que no vamos a discutir. Y para retomar la “clave racial” tendremos que concluir que, si bien los revolucionario-conservadores eran mayoritariamente pangermanistas, muy poco europeístas y nada universalistas, las manifestaciones expresas relativas al racismo ario o alantijudaísmo fueron escasas e irrelevantes, y casi siempre –en su práctica inexistencia– motivadas por el “clima de la época”. No hay mayor prueba de estas afirmaciones que comprobar cómo los que, en la actualidad, se autocalifican de nacionalsocialistas, desprecian y rechazan a todos los “autores fascistas” de la Revolución Conservadora alemana.
Y es aquí donde encontramos la gran contradicción. Mientras que para los liberales y ciertos autores marxistas, por ejemplo, los revolucionario-conservadores no fueron sino unos “fascistas elitistas”, y los sorelianos, (marxistas revisionistas y sindicalistas revolucionarios) y los no-conformistas (extensible también a personalistas y distributistas) unos traidores “prefascistas”, los herederos de la derecha radical europea, que precisamente los tienen como precursores de su arsenal ideológico, niegan constantemente su carácter “fascista”, como si ello les dotase de cierto aire de legitimidad; en suma, entran en el juego del “antifascismo” buscando una “desdiabolización” que acredite su respetabilidad política e ideológica. Claro, un “antifascismo” sin “fascistas” parece complicado. Muerto el perro, se acabó la rabia.
Hay que reconocer, no obstante, que esta tesis es muy controvertida y tremendamente polémica. Pero para ello está concebida: como un debate dialógico y polemológico. Pongamos un ejemplo. La Nueva Derecha –inmersa en una estrategia divagante que proclama el fin de la dicotomía izquierda/derecha pero que se sitúa en un espacio ubicado tanto en la derecha como en la izquierda– reconoce entre sus fuentes ideológicas, casi como precursores, a los sorelianos franceses e italianos (luego sindicalistas-revolucionarios), a los no-conformistas franceses y a los revolucionarios-conservadores alemanes. ¿Estamos, tal vez, ante una huida del eslogan “ni de derecha ni de izquierda”, tan idiosincrático de los movimientos fascistas y que hoy han hecho suyo formaciones, tanto de la derecha como de la izquierda radicales, en la línea del lepenismo, del podemismo y sus imitaciones? Reconocer que los primeros constituyeron un “prefascismo” y que los últimos formaban parte de un singular “fascismo alemán”, convertiría ipso facto, a los neoderechistas europeos, en una especie de sucursal de un renovado “neofascismo”.
De hecho, esta Nueva Derecha busca incesantemente una síntesis entre contrarios que la convierten en un oxímoron inclasificable, incluso misterioso. Su líder intelectual, Alain de Benoist, partiendo de la convergencia de unos valores de derecha y unas ideas de izquierda, va dando, cada cierto tiempo, bruscos giros ideológicos que suponen, ciertamente, una profundización en las segundas en detrimento de los primeros. Sucedía lo mismo con las grandes y derrotadas ideologías del siglo pasado: los contornos entre los límites del fascismo y del bolchevismo son difusos, a veces incluso, demasiado difusos. Por eso, y aquí tengo que discrepar de Alain de Benoist, niegan el carácter prefascista, parafascista o decididamente fascista de estos movimientos ideológicos. Negando lo evidente, se pretende exculpar a la Nueva Derecha de cualquier continuidad o contigüidad con el fascismo, liberándola así de un lastre intelectual y proporcionando un certificado de buena conducta académica frente a sus detractores. Con ello, no estamos insinuando que la Nueva Derecha sea heredera directa del fascismo, sólo que, en sus orígenes, ciertos elementos y autores fascistas tuvieron gran importancia en la formación de su cosmovisión ideológica, circunstancia que, no obstante, comparten con otras varias influencias de corrientes socialistas, situacionistas, antiutilitaristas, populistas, comunitaristas, etc., y que no pueden elevarse, en ningún caso, a la categoría de esenciales o fundadoras de su pensamiento. Y esto lo dice –y lo reconoce– alguien que cree pertenecer a esa formidable e irrepetible escuela de pensamiento conocida como Nueva Derecha: no podemos renunciar constantemente a ciertos orígenes ideológicos, sólo con la finalidad de evitar el riesgo de una acusación ignominiosa y a cambio de un reconocimiento público que nunca hemos necesitado. No buscamos el éxito, sólo la verdad.

Por Jesús Sebastián Lorente

Extraído de: Pueblo Indómito

domingo, 15 de mayo de 2016

Lucha de clases




Introducción

La lucha de clases apunta hacia arriba, en exigencia de los privilegios que le son negados. Quien está arriba toma medidas para no caer abajo, el que está abajo intenta en todo momento alcanzar la altura y el privilegio del que está arriba. Ahí está la importancia de la solidaridad de clase – sin solidaridad no hay revolución, sino capitalismo. El deseo de estar arriba, la lucha por alcanzar los elevados privilegios de unos pocos se convierte en zanahoria que hace avanzar al burro con la carga cuando este es solo individual. La publicitación de casos como el de Richard Branson, dueño de Virgin, que teóricamente comenzó siendo únicamente un parado sin futuro, fomenta este afán cómplice de trepar. El capitalismo utiliza y explota el anhelo de todos nosotros por alcanzar los privilegios de las clases altas. De lo que se trata el socialismo es de trabajar solidariamente, colectivamente, para acabar con esta desigualdad explotadora y no caer en las redes, en la orgía de ambiciones mezquinas y rivalidades miserables a la que nos arrastra tantas veces esta malvada lógica del capitalismo.

Para una definición más cercana de la lucha de clases, por “proletariado” debe entenderse la totalidad de los trabajadores asalariados. Extensible, además, a la economía de servicios y a ocupaciones postindustriales – y basadas en la sociedad de comunicaciones – así como a la sociedad industrial en general, siempre sobre las premisas de la propiedad privada de los medios de producción y el trabajo asalariado y dependiente de esos medios de producción. En definitiva sobre la explotación capitalista desde arriba y la contradicción de clases en general.

La competitividad y el individualismo deben ser substituidos por la colaboración y la solidaridad.
I.

La diferencia de clases y la oposición que existe entre ellas sobre fundamentos tangibles, es un hecho que descansa inevitablemente en las particularidades de la naturaleza humana, ademas de en la forma de las sociedades humanas y su estructuración. En los tiempos de la “sociedad orgánica” (estamental-feudal) se escondían las contradicciones entre las clases tras las tensiones siempre irresolutas entre los distintos estamentos. Rico y pobre, señor y siervo, empleador y empleado, pero también noble y burgués no son de ningún modo únicamente las polaridades de un conjunto armonioso que se complementaban mutuamente, sino que mostraban una situación explosiva que debía ser domada por la estructura social, que debía ser combatida incesantemente por ésta.

Cuando el sentimiento de oposición de clases se eleva hasta convertirse en voluntad de luchar contra esa oposición, entonces se convierte esta oposición de clases en lucha de clases. La oposición de clases es algo que existe más allá de la voluntad humana. La lucha de clases es una consciente culminación de esta oposición, y que es alcanzada por voluntad humana. La oposición de clases se la encuentra uno, la lucha de clases debe ser organizada. La oposición de clases es un estado de cosas, la lucha de clases es una puesta en movimiento. Si la oposición de clases es el destino, la lucha de clases es la rebelión contra ese destino.

Las divisiones de clases son verticales. Éstas van de abajo hacia arriba. Abajo se soportan las cargas, la presión de la totalidad descansa sobre las espaldas de los que ahí se encuentran. Cuanto más se sube, más ligero se siente uno, con mayor libertad se puede mover uno y más puede estirar cabeza y hombros. La mirada de abajo hacia arriba es distinta a la mirada que se hace de arriba abajo. Abajo no hay nada que pueda ser envidiable para el que se halla arriba. El que está arriba no tiene ningún motivo para desear el destino de los que se encuentran por debajo suyo. Él disfruta su elevada condición, su excelsia, cada vez que baja su mirada hacia abajo. En cambio, lo alto que es mirado desde abajo, se muestra como el mejor, el más feliz de los destinos. Uno está excluido de él mientras permanece abajo, en definitiva se sufre y envidia cuando se contempla hacia arriba, a los privilegiados. Este hecho sencillo y básico constata que existen diferencias, las diferencias de clase.

Así es comprensible que la voluntad de lucha de clases sólo puede ser realmente entendida desde abajo. El que está arriba encuentra la situación del orden mundial bien atada para no perder su elevada posición. Quien está favorecido, piensa siempre estarlo con justicia. Él está, en el marco de la oposición de clases, en el lado de la luz. Allí no se desarrolla ningún impulso para tomar combatientemente los espacios que se hallan en el lado de la sobra. La burguesía está así siempre a favor del no-cambio, del Status Quo, de la Reacción – toda energía transformadora es automáticamente enemiga de ella, pues es potencial amenaza a su orden, al orden que le garantiza la continuidad de sus privilegios. La lucha de clases apunta siempre hacia arriba, en exigencia de los privilegios que le son negados. Quien está arriba toma todas las medidas para no caer abajo en cuanto la lucha de clases comienza. Todos los que están arriba tienen muy buenas razones para estigmatizar la lucha de clases como la peor infamia y el más terrible sacrilegio. Arriba se está muy bien. Para poder seguir sintiendose seguros en su comodidad, es necesario que los que esten abajo se acomoden a este estado de cosas con la misma satisfacción. Lucha de clases significa para ellos lo que un terremoto: que el suelo sobre el que tan cómodamente se han establecido se tambalee. “La lucha de clases debe ser desterrada como mal absoluto”: sobre esto están arriba todos de acuerdo. Cuando abajo se esté también de acuerdo, entonces se habrá acabado con la lucha de clases; el que está arriba, no necesitará tener nunca más el temor de ser derribado de sus privilegios. Pero abajo no están todos de acuerdo. Existe un creciente anhelo de atacar hacia arriba. Aquellos que no poseen nada más que las cadenas que los esclavizan, siempre volverán a tentar la suerte para ganarlo todo. Así pues, nunca será silenciado el ruido de la lucha de clases mientras éstas sigan existiendo.

II.

El marxismo afirma que la fuerza proulsora de la historia es la lucha de clases. Para él la historia no es otra cosa que la “historia de la lucha de clases”. Él mismo es la más completa empresa histórica de profundizar la conciencia de clase de las masas oprimidas a nivel global y de empaparla con el fanatismo de la voluntad de lucha de clase. Su interpretación histórica es uno de los medios para alimentar esta voluntad de lucha. Él explica la historia del mismo modo que quiere hacer historia.

Desde hace 70 años el trabajador alemán ha sido educado para la conciencia de clase. No existe en el Mundo ningún trabajador cuya voluntad de lucha de clases haya sido más azuzada. Sin embargo el trabajador alemán, hasta la fecha, todavía no ha llegado al día en el que se haya aventurado a la revolución del proletariado. 1918 fue un simple derrumbamiento: la política de coaliciones posterior a él no fue una lucha de clases sino un servicio lacayo al orden burgués. La causa del proletariado en su lucha de clases nunca ha conseguido hasta el momento actual la posibiliad de hacer historia en Alemania.

III.

Lucha de clases fue el leantamiento de la burguesia francesa contra el orden social feudal en el año 1789. Bajo los sucesores de Luis XIV (El Rey Sol), se fue hundiendo pedazo a pedazo la posición mundial de Francia. Perdió sus posiciones en América, se vió superada por Prusia y Austria, el endeudamiento del Estado paralizó su capacidad de movimiento en política exterior, etc. La capa feudal dominante despilfarró una brillante herencia histórica, estaba en camino de llevar a Francia a la completa ruina. Se convirtió en una fatal administradora de las necesidades vitales de su pueblo. ¿Existía un mejor protector de estas necesidades vitales? La burguesía reivindicó el poder serlo. Los aristócratas exilados, que azuzaron a las potencias extranjeras desde Coblenza contra Francia traidoramente, confirmaron la validez de esta reivindicación.

La burguesía ahuyentó a la nobleza por puro instinto de clase. Pero ésta se había ganado ya el ser expulsada por motivos de política nacional. La transformación fue mucho más que un acontecimiento social. En la Revolución Francesa se unió la lucha de clases con una ardiente preocupación nacional. El pueblo francés salvó su patria de la europa reaccionaria cuando decapitó a su rey y a su nobleza. El derribo del orden anterior le trajo grandes beneficios sociales, pero este derribo tuvo sobretodo una función nacional. La lucha de clases burguesa fue la forma por la que, ante la fuerza de los acontecimientos, podía ser defendida la lucha por la autodeterminación de Francia de la incompetencia de sus clases dirigentes anteriores y de las potencias extranjeras. La lucha de clases fue un medio de la lucha nacional. Fue la lucha nacional y no la lucha de clases lo que finalmente le dio a los acontecimientos su verdadero sentido. La oposición de clases fue azuzada hasta el nivel de lucha de clases para que se convirtiera en el impulso político necesario para la salvación nacional y en definitiva, de todos los franceses en su conjunto. La burguesía francesa se convirtió en la clase soberana porque su lucha de clases se subordinó a las necesidades políticas y nacionales de Francia en su conjunto. La lucha de clases de la Revolución Francesa no se agotó en su propio contenido porque la burguesía francesa construyó un nuevo poder nacional y político, y tomó la responsabilidad del país: ella quedó vencedora en la lucha de clases porque llevó con éxito la causa nacional hasta el final.

Del mismo modo que el pueblo de Francia se protegió del hundimiento de su país a causa de una clase dirigente podrida, también salvó el trabajador de Rusia a su patria de la fatalidad de la disolución y la colonización por parte de poderes extranjeros en 1917. La clase alta feudal y aristocrática de la rusia zarista se vendió a los enemigos del pais. Le pusieron un precio a la independencia nacional: la garantía de sus inaceptables privilegios y comodidades. De este modo se convirtió la mera existencia de esa clase alta en un peligro para Rusia; si Rusia quería conservar su libertad e independencia debía aniquilar esa corrompida clase alta. Se habían convertido en aliados y agentes de las potencias occidentales, la simple defensa de sus privilegios de clase era traición a la patria. Por consiguiente, les correspondía el destino de todos los traidores. Así, la Eterna Rusia pasó a manos de los partisanos, de los regimientos de trabajadores. Lenin fue reclamado como fiducidario de los intereses nacionales y del pueblo ruso de la noche al dia. La lucha de clases no hubiera tenido esa fuerza incendiaria si no hubiera sido cargada con la dinamita de la cuestión nacional. Anteriormente, la lucha de clases ya se puso de manifiesto como realidad, pero no tenía ni el filo ni el impulso necesarios para conquistar el poder. Sólo era un leve calor en las vigas de la estructura que quería derribar. Éste devino grande, convirtiéndose en un inmenso fuego, purificador de todo lo podrido, en el momento en el que tomó la responsabilidad de la causa nacional. También la revolución rusa fue una revolución nacional. La voluntad de lucha de clases del proletariado ruso tuvo su función política. Fue la moral del soldado, la que puso en movimiento a la clase trabajadora para tomar las riendas de un pais mal gobernado.

IV.

Es un hecho penoso el que los trabajadores alemanes con conciencia de clase, aparten la causa obrera de la causa nacional. Esto afecta tanto a socialdemócratas como a comunistas. Ellos se obstinan en su egoismo de clase, dogmáticamente centrado en si mismo y por lo tanto políticamente incapaz a nivel nacional y colectivo. Sus motivos, por si mismos, carecen del suficiente peso político como para gobernar a todo el pais. Con su actitud están eludiendo la responsabilidad de ser la necesaria herramienta que arregle la totalidad de los problemas del pais en estos dias, entre los cuales, la desigualdad de clases es sólo uno más; muy importante, pero no el único. La Socialdemocracia y el Partido Comunista son figuras sin vida, les falta la resolución de penetrar de pleno en la problemática alemana. El modo de entender la lucha de clases de los socialdemócratas, se convirtió en seguida en una frase vacía; ésta no intimidó en absoluto a los acomodados bugueses alemanes, más bien se sumó a ellos, y en seguida ha acabado convirtiéndose en un movimiento en manos de la burguesía, la política exterior francesa y su opresión de nuestro país. La lucha de clases desde la perspectiva del Partido Comunista, en cambio, se ha dispersado en una cacofonía sin sentido. Se esforzó por representar la revolución mundial, pero acabó siendo cautivo de los intereses de Rusia en suelo alemán (1).

El carácter burgués del Tratado de Versalles, su opresión sobre el pueblo alemán, es en la actualidad el desafío que la clase trabajadora debe tomar. Es necesario conquistar la emancipación como trabajadores, pero también como pueblo. Su voluntad de lucha de clase debe unirse a la voluntad de autodeterminación de Alemania. La socialdemocracia persiste ante este desafío en un llamativo mutismo. El comunismo alemán se ha sentido ocasionalmente inclinado a responder a este desafío, pero no han sido más que maniobras tácticas y superficiales. Ahora ya, hasta esos tanteos se han dejado de lado y ha vuelto de nuevo a cerrarse en su egoismo de clase. El que se esté imposibilitando la necesaria conexión entre la lucha de clases contra la opresión de la burguesía y la lucha por la autodeterminación de Alemania contra la opresión de las potencias occidentales, está favoreciendo a las fuerzas de la Reacción, y también al fascismo en su camino hacia el poder. La clase alta alemana, la burguesía, está pactando y colaborando con el enemigo extranjero, ella está pactando con Versalles del mismo modo que intentó pactar la clase alta rusa, la corrompida aristocracia feudal rusa, con Francia, Inglaterra, Japón y America en su momento. Ella está vendiendo el pais a las potencias occidentales, entregando sus riquezas a los Trusts interncacionales y endeudando al Estado, llevándolo hacia la catástrofe sólo en su propio beneficio, perjudicando al conjunto de la Nación. Su política es la política del prostituirse al mejor postor. Ella ha perdido cualquier autoridad moral para seguir donde está.

Pero no está habiendo nadie que tome la herramienta que salve a Alemania. Sólo mediante una lucha de clases alentada por el anhelo de libertad y soberanía de los alemanes puede salvar la situación actual. La lucha de clases por si sola se está demostrando del todo insuficiente, su aliento no basta para tomar una tamaña tarea histórica bajo su responsabilidad. (2)

Y así permanece esta tarea sin hacer.

Y así puede el orden burgues continuar desmantelando el sistema de protección social.

Esto es lo trágico de la situación alemana actual: el que la necesaria unión entre la causa del proletariado y la causa nacional no se esté realizando ni siquiera en sus aspectos más elementales.

La voluntad de lucha de clases, entendida así, más preocupada por su pureza que por su aplicación práctica, no liberará ni siquiera la capa social de la que se cuida.

La voluntad de lucha de clases como órgano político y contenido en la voluntad vital nacional es aquello que otorga la libertad a los pueblos.

Por Ernst Niekisch

Notas:

(1) Tählemann era el hombre de Estalin en Alemania, el cual tras una serie de movimientos dudosos tomó la dirección del KPD (Partido Comunista Alemán), tal era la dependencia de este partido de Rusia, que incluso las intrigas y divisiones entre trotskistas y estalinistas por la toma del poder en Moscú acababan repercutiendo en él. Tal y como también se vió a partir del primero de mayo de 1937 en la Guerra Civil Española, los partidos comunistas (de la Tercera Internacional) se convirtieron en agentes de una especie de imperialismo ruso de izquierdas y no de la revolución obrera a nivel mundial. La mayor parte del pueblo alemán no estaba dispuesto a votar una opción que significaba el convertirse en un satélite de rusia (como acabaría sucediendo después de la Segunda Guerra Mundial). Ése fue un obstáculo decisivo para el comunismo en Alemania y probablemente lo que le dio el triunfo al nacionalsocialismo. El problema alemán era obrero, pero también nacional – hablamos de un pais oprimido por las potencias occidentales, constantemente humillado (prohibición de Fuerzas Armadas propias, ocupacion del Ruhr, constantes exigencias económicas a un pueblo empobrecido, política exterior en manos de los vencedores de la Primera Guerra Mundial, etc.). La mayor parte del pueblo alemán exigía una revolución contra la clase burguesa vendida a los intereses extranjeros: Tanto por cuestiones de clase como nacionales. El partido comunista alemán no supo estar en el lugar necesario porque era más ruso que alemán. Finalmente, y para desgracia de Alemania y Europa, fue el nacionalsocialismo quien supo aunar la causa del proletariado y la causa nacional.

(2) Esta formula, la unión de la causa del proletariado con la causa de la autodeterminación nacional, es la que acabaría siendo adoptada por muchos paises del Tercer Mundo en su proceso de descolonización 30 años después. Al igual que ellos, Alemania se encontraba en este período de entreguerras bajo el control económico, y en gran parte también político, de las potencias occidentales.