miércoles, 11 de mayo de 2016

Drieu La Rochelle, radiografía de un caballero veleidoso



Mucho antes de comenzar la redacción de su diario, el gallardo Pierre Drieu La Rochelle ya era un fascista convencido en cuerpo y alma.
En alma, pues le había deprimido hasta el momento el curso hipócrita y sin rumbo de las luchas entre partidos políticos, los escándalos de corrupción, la apatía y el estancamiento social, la convicción de la ineficiencia de la democracia y del socialismo parlamentario. Sagaz desde sus artículos periodísticos, ya en marzo de 1934 Drieu La Rochelle escribía: “Hace falta un tercer partido que siendo social sepa también ser nacional, y que siendo nacional sepa también ser social”; a lo que luego agregaba: “Y ese tercer partido no debe predicar la concordia, debe imponerla. No debe yuxtaponer elementos tomados de la derecha y de la izquierda, sino imponerles a estas que se fusionen en su seno”.
Con este convencimiento totalitario publicará ese mismo año Socialismo fascista, al decir de Paul Nizan: “el libro más brutal y clarividente sobre el nacimiento ideológico del fascismo”, donde Drieu insiste en la necesidad de unificar las tendencias extremistas de izquierda y de derecha en un solo movimiento capaz de destruir el marasmo del sistema parlamentario y de detener el empuje de los grandes capitales en territorio francés.
Pero su vehemencia –¿su furibundia?– será también parte de un furor del cuerpo, un cuerpo de 1,85 metros, orgulloso de su origen normando, con aires aristocráticos a pesar de su herencia pequeño-burguesa; cuerpo de veterano de la guerra de 1914, testigo activo que resultó herido en la batalla de Charleroi mientras integraba el 5to Regimiento de Infantería, convencido de la guerra como único y fiel laboratorio para el heroísmo del hombre; luego cuerpo de dandi amante de tantas y tantas mujeres (entre ellas la célebre Victoria Ocampo), extasiado finalmente –hasta el momento que nos ocupa– por el trabajo armonioso que el nazismo ha llegado a emprender con la masa y por su exaltación del orden, la virtud del atleta y la fuerza.
Como parte de una delegación de intelectuales franceses invitada al Congreso del Partido Nacional-Socialista en 1935, Drieu escribirá a su amiga Beloukia desde Nüremberg: “Lo que he visto sobrepasa todo lo que esperaba. Es maravilloso y terrible. Me parece cada vez más cierto que de una manera o de otra el futuro no permanecerá tranquilo. En todo caso, es imposible que Francia continúe viviendo inmóvil junto a una Europa igual… El desfile de las tropas de élite todo en negro fue grandioso. No había visto cosa igual en cuanto a emoción artística desde los ballets rusos. Todo este pueblo está ebrio de música y de danza”. Más tarde, en carta a otro amigo en la misma época, podemos leer: “Hay una especie de voluptuosidad viril que flota por todas partes y que no es sexual sino muy embriagadora”.
Y como ratificación de una pulsión erótica del cuerpo hacia un fenómeno político fotogénico, grandilocuente y cautivador, hacia eso que se desprende de las revoluciones y de los estados totalitarios, sobre todo en sus momentos iniciales y fervorosos, estas líneas extraídas de un artículo del 13 de agosto de 1937 en L’Emancipation nationale, órgano oficial del Partido Popular Francés, en las que Drieu La Rochelle define el fascismo como “el movimiento que más franca y radicalmente se dirige en el sentido de la restauración del cuerpo –salud, dignidad, plenitud, heroísmo–, en el sentido de la defensa del hombre contra la gran ciudad y contra la máquina”.
Picado por la tarántula política, obsesivamente racista, antisemita hasta la médula, enemigo de los sindicalistas, los francmasones, los literatos, la izquierda y la derecha, comienza Drieu en septiembre de 1939 la escritura de un diario íntimo que concluirá justo dos días antes de su tercer y definitivo intento de suicidio, el 15 de marzo de 1945; eso, “el retrato de un degenerado y de un decadente, pensando la decadencia y la degenerancia”, como escribiría en octubre de 1939.
Entre estos títulos de nobleza que el escritor se atribuye quedan también las veleidades de un romántico a destiempo, la memoria de un seductor intenso y mundano, el paso de un novelista que colaboró con la Ocupación alemana y el testimonio afiebrado de un escritor para el que la política estaba más allá de un vano coloquio de café parisino: “vivo la aventura política”, como anotó en su cuaderno el 10 de mayo de 1940.
Con todo y su sabida colaboración –que en septiembre de 1941 llamará curiosamente “mi ligera intromisión en los asuntos políticos”–, Drieu será un colabo algo irreverente. El 6 de julio de 1940 el diario es testigo del telegrama que La Rochelle envía al nuevo gobierno instalado en Vichy donde hace público su deseo de participar. Siete días más tarde y tras la toma de poder del dueto Laval-Pétain, Drieu anota: “Autoritarismo sin autoridad pues no hay autoritarios, autocratismo sin autócrata, sin impulsión del macho”.
Se sabe que en septiembre de 1941 se le propone dirigir el aparato de vigilancia de la literatura, que el escritor no llega a aceptar, crítico ya de un gobierno que le parece conservador y reaccionario, más bien flojo, según el concepto de virilidad y energía propugnado por los fascistas franceses de 1936. Finalmente acepta llevar las riendas de La Nouvelle Revue Française, disuelta con la llegada de los alemanes pero inmediatamente retomada a iniciativa de Otto Abetz, embajador alemán en París, viejo amigo y responsable de la célebre Lista Otto, suerte de Index que marcaba las pautas de la estrategia editorial en el país y que por consiguiente, como en toda política cultural totalitaria, definía el who’s who en el vasto círculo de la intelligentsia francesa del momento.
Tras los pasos de Charles Maurras o como redactor de panfletos políticos a favor de la causa de Jacques Doriot –ese proletario, también veterano de la guerra del 14, excluido del Buró Político del Partido Comunista Francés al no haber acatado las órdenes de Moscú, y finalmente fundador del Partido Popular Francés, de corte fascista—, el diario deja ver en Drieu La Rochelle primero un nacionalismo acérrimo que en lo social deviene provincianismo, exaltación y culto del pays (que no es país moderno, sino tierra, terruño de sangre y de ancladas tradiciones: “Francia, esa entidad artificial, como todas las patrias –la única realidad es la provincia…”), y que en lo político le hace esperar antes de la debacle de 1940 un renacer del patriotismo francés que impida el avance alemán.
Pero con la derrota y la Ocupación nazi, la mirada política de Drieu La Rochelle se desfocaliza y, más allá de rencores hacia los suyos o de idealización del imaginario guerrero del soldado nazi recién llegado, su pensamiento político tenderá hacia más complejas inquietudes, hacia la necesidad de colocarle un rostro a su fe en el imperio, a su necesidad de una hegemonía que eche por tierra las tibiezas de una Europa decadente, y finalmente a la urgencia fálica de un líder, una cabeza pensante, firme y enérgica, total.
Este movimiento obsesivo de Drieu La Rochelle hacia lo político en todas sus esferas explicará más tarde su crítica a la estrategia militar e ideológica de Hitler: “Ninguna imaginación, ninguna creación, imposible salir del círculo mágico de la nación, del cascarón de la patria, de la esclerosis de la vieja diplomacia militarista e imperialista. (16 de febrero de 1943); o su convencimiento de haber sido fascista mucho antes de que fascismo y nazismo se convirtieran en titulares de periódicos; la idea de que Alemania no supo (o luego no quiso) aprovechar el potencial del viejo fascismo francés de 1936; su retrato de Mussolini, visto en el diario el 27 de julio de 1943 como un vulgar ministro demócrata que dimite…; o ya en julio de 1944 y presto al desastre alemán, esta confesión de homo politicusque se ha equivocado: “Mi error fue adjudicarle al hitlerismo y a Alemania virtudes que no tienen o que ya no tienen. No pudieron transformar su nacionalismo en europeísmo, ni su socialismo… en socialismo. Eterna historia del intelectual que coloca su sueño imposible sobre la cabeza de pobres tipos que viven del baño político. Me ha aplastado la banalidad de todo: los lugares comunes son más fuertes que yo” (12 de julio de 1944).
Aferrado a esa utópica necesidad de redención del alma y restauración del cuerpo espiritual del hombre, pero convencido de la inoperancia del juego democrático, este diarista que en más de una ocasión confiesa su deseo de morir como un soldado SS, que insiste y cree en la aristocracia del comportamiento, que si bien puede que desconozca la verdadera realidad de la política de exterminación nazi en Europa, no se detiene ni un instante a especular –al menos– sobre el destino final de las recogidas masivas de judíos en plenas calles de París o sobre la existencia de los campos franceses de Vittel o Drancy, sí quiere insistir, ya al final, incluso consciente de sus reprochables veleidades políticas, en su nuevo credo, su fe en otro imperio, esta vez el soviético, o mejor en su viejo convencimiento de hombre totalitario, paladín de la fuerza que cambia casacas, si no pública, al menos emocionalmente: de fascismo a comunismo, fiel a esa filiación jacobina tan cara a ambas doctrinas, a la que se había referido en un artículo rechazado en octubre de 1939 por la Revue de Paris.
Por lo demás, mi odio por la democracia me hace desear el triunfo del comunismo. A falta de fascismo y en contacto con los alemanes, he visto hasta qué punto el fascismo resultaba insuficiente tanto contra la democracia como contra el capitalismo –sólo el comunismo puede en realidad poner al Hombre al pie del muro y hacerle admitir nuevamente y como no lo había  admitido desde la Edad Media, el hecho de que tiene Amos.
2 de septiembre de 1943
Con el hundimiento del fascismo apego mis últimos pensamientos al comunismo. Deseo su triunfo, que no me parece cierto inmediatamente, pero probable a más o menos largo plazo. Deseo el triunfo del hombre totalitario sobre el mundo. El tiempo del hombre dividido ha pasado; regresa el tiempo del hombre reunificado. Harto de tanto polvo en el individuo, de ese polvo de individuos en la masa. Y luego, ha llegado para el hombre el momento de inclinarse, de obedecer… ante una voz más fuerte en él que todas las voces.
10 de junio de 1944.
Ahora podría entregarme también al comunismo, ya que en él está integrado lo que me gustaba del fascismo: orgullo físico, empuje de sangre común dentro del grupo, jerarquía viva, intercambio noble  entre los débiles y los fuertes (los débiles son aplastados en Rusia pero ellos mismos adoran el principio del aplastamiento). Es el triunfo de la monarquía, de la aristocracia en su principio vital…
29 de julio de 1944.
II
Bien temprano en su vida, apenas salido de la guerra, Drieu La Rochelle deja constancia en su novela Estado civil del peso de aquellas imágenes gloriosas que desde un álbum guardado con celo por la familia narraban las campañas napoleónicas:
Aquel caballero tan perfectamente temerario derribaba batallones enemigos, conquistaba ciudades, galopaba a través de Europa. Vencedor de pruebas viriles: del calor, del frío, del agua, del fuego, tras haber forzado hombres y seducido mujeres, regresaba a casa, engalanado de heridas y de decoraciones, venerado como uno de los dioses lares.
El 11 de agosto de 1944, día de su primer intento de suicidio y martilleado por la idea del castigo político, Drieu escribe en su diario: “Acabo de escuchar a soldados que cantaban en la calle. Alemanes o no, poco importa, eran hombres, guerreros que cantaban, que eran ellos mismos.
Como en su participación en la Primera Guerra Mundial y en sus lecturas, juegos y visiones infantiles, Drieu La Rochelle necesita de una épica, de participar de alguna manera en una epopeya que al sacudirlo lo extraiga de esa soledad atávica (“Con la soledad, mi otra gran pasión ha sido la melancolía”) y del sentido de la pequeñez que siempre termina dominándolo. Y esa será también una épica del cuerpo: un cuerpo que llega ya fatigado al diario, aunque henchido de remembranzas de escarceos amorosos, de visiones fotográficas (“Sigo pensando en todos los senos que tanto amé, tanto deseé, tan vanamente palpé. En mi imaginación esto se convierte en un motivo metafísico”. –20 de enero de 1940) y del dolor que  toda memoria trae.
Si la necesidad de estar junto al más fuerte ratifica en lo político su deslumbramiento postrero por el empuje del imperio soviético, ella misma justificará el prurito perfectivo, el afán por lo ideal que caracteriza al pensamiento veleidoso y poco digestivo de Drieu La Rochelle.
Estado civil (1921), su novela de antes de la treintena, ya resuma en disquisiciones sobre el cuerpo, relato de la agonística de un personaje –siempre Drieu, siempre en monólogo– retorcido ante un espejo que lo descubre débil, laxo, poco dado al empuje, ajeno al músculo. Poco distará entonces este libro –tan cercano a veces a El gran Maulnes de Fournier y aDemian de Hesse, en tanto texto de atmósfera iniciática– de los apuntes del diario que van de 1939 a 1945: la alternancia entre aguijoneos políticos, cavilaciones sobre la muerte voluntaria y confesiones de un cuerpo casi emasculado: “No sé cómo, pero sé que mi vida está perdida. La literatura francesa está acabada, como mismo toda la literatura en general en el mundo, todo arte, toda creación. (…) Por otra parte, mi vida individual ha acabado. Acabadas las mujeres, los placeres sensuales” (23 de noviembre de 1939).
En las antípodas de la heroicidad, Drieu ha devenido soldado castrado, veterano del cuerpo deprimido física y políticamente para el que la ruina de Europa irá a la par del naufragio de su virilidad. De ahí ese ojo austero, minucioso, que se detiene y regodea en la grieta, en el pliegue, en la ajadura, máxime cuando se trata del suyo o de algún otro cuerpo cercano que ya no puede retornar a la epopeya: “Su cuerpo ha envejecido. Tan fastuoso que era aún cuando lo conocí, comienza a demacrarse, a combarse un poco. Mantiene su hermosa impronta y esa especie de aura fascinante, más moral que física, que conservan aun tarde los cuerpos que han sido bellos, que tan generosamente alojaron el deseo y que todavía consumen en esa hospitalidad todo lo que les queda de riqueza” (27 de febrero de 1940).
No se podrían esperar de Drieu otras confesiones que estas en las que se trenzan la pasión política, la obsesión del cuerpo, y con ellas, entre tesis sobre ocultismo y especulaciones sobre el desembarco aliado, el insistente martilleo del suicida: “En una semana tendré cincuenta años. Por ciertas partes tengo setenta, por otras dieciséis. Mi cuerpo está roído a la mitad y a la mitad floreciente. Conservo una ingenuidad prodigiosa, interrumpida por ciencia y astucia. Mi corazón está muerto para la pasión y es más tierno” (26 de diciembre de 1942).
¿Acaso se detendrá Drieu La Rochelle en la taxonomía de aquellos viejos cuerpos poseídos tras sus dos experiencias fallidas de suicidio? Casi nada. Ha mermado la memoria o ya poco importa: “Cuán hermosa mi cama cubierta de sangre, mi lecho inundado por grandes flores salpicadas. Oh, presentimiento. Oh, primer paso hacia el umbral. ¿Regresará el deseo aún más fuerte?” Tras esta imagen nervaliana del 21 de octubre de 1944, posterior a su segundo intento de suicidio mediante cortadura de las venas de las muñecas, desaparecerán los cuerpos de mujeres del cuerpo del diario; Drieu dejará de pensar el suyo, o mejor, este aparecerá parapetado tras un sorprendente idioma inglés, como pretendiendo ocultarlo de la mirada ávida de los rastreadores de impiedades: “At fifty, the body becomes an impedimentum fort it is no more a real source of pleasure, but it keeps the memory of plasure: my seins”. (20 de enero de 1945). Luego vendrá “la muerte violenta” que ya había ponderado en Estado civil, “la delicia de una muerte consciente” que el diario no cesa de encomiar.
Si en diciembre de 1939 su novela Gilles vio la luz plagada de manchas blancas impuestas por la censura, si alguna mano cortó más tarde fragmentos del manuscrito de su diario o fue rayada con tinta alguna de sus líneas…, en nuestros días, a la hora de una edición integral de este texto íntimo, los editores de la poderosa Gallimard no han escatimado en advertencias sobre la imagen cáustica que se desprende de la totalidad del corpus fictivo y testimonial de Pierre Drieu La Rochelle, del tráfago de sus opiniones políticas, de la honestidad de las confesiones de su cuerpo entre viril y acabado, muerto al fin, pues como dejara escrito el 17 de octubre de 1944 “un muerto es un testigo peligroso, un rival terrible, un visitante inevitable”.
III
La ficción igual de trágica que es Drieu La Rochelle puede resumirse en pocas líneas: “¿Qué me sucederá si los alemanes son vencidos? ¿Podré subsistir hasta el momento en que el nuevo drama comunismo-democracia tenga lugar? ¿Debería suicidarme antes? ¿O me iría al exilio? Estamos en la época del primer siglo antes y del primer siglo después de Jesucristo, época de exilios, de proscripciones, de suicidios”. (7 de noviembre de 1942)
Con la creciente evidencia de la derrota alemana, Drieu retoma el tema de la muerte por sus propias manos. Al reiterado horror a la vejez y a su correspondiente concepto de altivez de la muerte joven –una muerte por y con las armas, preferentemente–, súmese ahora el deshonor de una existencia a escondidas y el bochorno que para Drieu La Rochelle implica el exilio. No hay escape si no es el del sentido de la responsabilidad, la ratificación de su moral del virtuoso, y con ellos la idea del suicidio como acto de libertad por excelencia.
A inicios de agosto de 1944, Drieu escribe cartas de despedida a su hermano Jean, a André Malraux (su partner del otro lado de la orilla política), a Victoria Ocampo y a otras mujeres cercanas. El día 11, mientras pasea, se encuentra con un amigo de años: “Y tú, ¿qué harás?” A lo que Drieu responde: “Me voy”. Al acto, preocupado porque su respuesta fuera leída en paralelo a la retirada alemana de París, el escritor remarca unos segundos más tarde: “Me voy, pero descuida, me voy limpiamente”. Esa noche ingerirá una dosis de Luminal, con la mala estrella de que su ama de llaves, que había olvidado su cartera, llegará al apartamento a primera hora del día siguiente, lo encontrará aún con vida y acudirá a los amigos para trasladarlo al hospital.
Se produce entonces un corte de dos meses en la secuencia lógica de su diario íntimo. Será el tiempo en que se empeñará en la escritura del más roussoniano de sus textos, Relato secreto, el testimonio de un atleta que va sobrepasando las vallas seductoras de la muerte voluntaria, convencido no obstante de que al final una de ellas terminarían por derribarlo. Tras rechazar sendas visas para Suiza y España, fruto de la gestión de sus amigos, en octubre Drieu se cortará las venas de los brazos en su propia cama de hospital. “Hay en Shakespeare, en los sonetos que releo y donde hallo una belleza hermana e igual a la de los poemas de Baudelaire, un sentido tan poderoso de la muerte que uno llega a pensar que él conocía y no tenía ninguna necesidad de iniciación para estar en la misma línea del más allá” (21 de octubre de 1944).
En lo sucesivo, curará sus heridas, permanecerá escondido durante un tiempo en París, hasta instalarse primero en Orgeval, luego en Chartrettes, en pleno campo francés, donde hallará cierto reposo y comenzará la escritura de su última novela, Memorias de Dirk Raspe, a partir de la vida de Vincent Van Gogh. No será hasta marzo de 1945 que el escritor regresará a la ciudad, al mismo apartamento de la rue Saint Ferdinand en el que había intentado quitarse la vida por primera vez.
Entretanto, Drieu La Rochelle ha seguido con atención la creación de una lista de escritores indeseables para los que la opinión pública exigía la prisión o la pena de muerte, además de la prohibición de sus escritos: Paul Morand, Louis-Ferdinand Céline, Charles Maurras… Céline ha huido de Francia, Georges Suarez es condenado a la pena capital, lo mismo que Robert Brasillach tras un polémico y mediatizado juicio. Otros han terminado en la cárcel. El 15 de marzo de 1945, al leer en la prensa que una orden de captura había sido lanzada contra su persona, Pierre Drieu la Rochelle ingiere una buena ración de Gardenal y abre la llave del gas. Sobre la mesa, una nota dirigida a su ama de llaves: “Gabriela, esta vez déjeme dormir”.

Por Gerardo Fernández Fe

No hay comentarios:

Publicar un comentario